En un día caluroso de verano en el sur de la Florida un niño decidió ir a nadar en la laguna detrás de su casa. Salió corriendo por la puerta trasera, se tiró en el agua y nadaba feliz. No se daba cuenta de que un cocodrilo se le acercaba Su mama desde la casa miraba por la ventana, y vio con horror lo que sucedía.
Enseguida corrió hacia su hijo gritándole lo más fuerte que podía.
Oyéndole, el niño se alarmo y miro nadando hacia su mamá. Pero fue demasiado tarde.
Desde el muelle la mamá agarró al niño por sus brazos justo cuando el caimán le agarraba sus piernitas. La mujer jalaba determinada, con toda la fuerza de su corazón. El cocodrilo era más fuerte, pero la mamá era mucho más apasionada y su amor no la abandonaba. Un señor que escuchó los gritos se apresuró hacia el lugar con una pistola y mato al cocodrilo. El niño sobrevivió y, aunque sus piernas sufrieron bastante, aún pudo llegar a caminar.
Cuando salió del trauma, un periodista le pregunto al niño si le quería enseñar las cicatrices de sus pies.
El niño levantó la colcha y se las mostró. Pero entonces, con gran orgullo se remango las mangas y señalando hacia, las cicatrices en sus brazos le dijo: “Pero las que usted debe ver son estas”. Eran las marcas de las uñas de su mama que habían presionado con fuerza. “Las tengo porque mamá no me soltó y me salvo la vida”.
Nosotros también tenemos las cicatrices de un pasado doloroso.
Algunas son causadas por nuestros pecados, pero algunas son la huella de Dios que nos ha sostenido con fuerza para que no caigamos en las garras del mal.
Recuerda que si te ha dolido alguna vez el alma, es porque Dios, te ha agarrado demasiado fuerte para que no caigas.