El mundo acelerado en el que vivimos nos vuelve impacientes e irritables y nos impide gozar de las maravillas del mundo.
Tratamos de apresurar la madurez de nuestros niños.
A los cinco años, le decimos:
¿Por qué no te comportas como una persona mayor?
Queremos que se comporten como adultos, no porque sea mejor para ellos, sino porque es más cómodo para nosotros. Y nos privamos así de que nos ofrezcan su frescura, curiosidad, asombro y su alegría espontánea.
En cierta ocasión, un padre preguntó al rector de una universidad si el plan de estudios no podía simplificarse, a fin de permitirle a su hijo concluirlo «por medios más rápidos».
Ciertamente -le respondió-, pero todo depende de lo que usted pretenda hacer de su hijo.
Un roble le toma cien años para crecer.
A una calabaza, le bastan dos meses.
La naturaleza suministra abundantes indicios de que nuestro ritmo apresurado no es natural.
Cuando uno abandona la ciudad y camina entre los árboles que crecen lentamente y las montañas silenciosas, uno absorbe un poco de la calma y tranquilidad de la naturaleza.
El sol se tomará siempre el tiempo que necesite para salir y para ponerse. No se le puede apresurar.
Sin embargo, en el mal uso de la paciencia corremos el riesgo de volvernos espectadores inactivos, en vez de hombres de acción, capaces de contribuir a que acontezca lo mejor. Paciencia no significa pasividad, es decir, esperar que todas las cosas se nos den hechas.
Es más bien el principio de comenzar anticipadamente y tomarse el tiempo que uno requiera para hacer las cosas.
Las mejores cosas de la vida no pueden apresurarse.
Autor: Harold Kohn